A mi mamá, que se tuvo
que aguantar en repetidas ocasiones la pregunta
“¿Por qué no eres una mamá como las otras?”, y a quien agradezco sus no
sacrificios, los que han sido un ingrediente tan importante para ser quien soy
y hacer lo que hago.
Soy mujer, doctora en matemáticas, profesora universitaria
en una institución en el interior del interior de la república, divulgadora de
la ciencia, socialista, feminista, militante, buena cocinera, muy buena (aunque
potencialmente histérica) agente de viajes a los más alucinantes parajes que mi
bolsillo puede pagar. Estoy por cumplir treinta, soy soltera, vivimos solas mi
cachorra Nuit y yo.
Desde hace algún tiempo tengo el deseo de ser mamá. Desde
hace aún más tiempo mi familia tiene el deseo de que yo sea mamá. A mi abuela
la recuerdo derramando amor en forma de lecciones de español, geografía o
matemáticas, de entrenamiento en reconocer sabores y perderle el miedo al
aceite hirviendo. La recuerdo también divulgando teorías sobre la validez moral
de embarazarse sin pedir consentimiento al teórico padre “tú ten un hijo sin
pedir permiso, ya después pides perdón”, consejo que dicho sea de paso con los
años ha pasado de parecerme una idea cruel a considerarlo una no tan mala. Fuera
de las presiones familiares, cada vez es más claro que casi cualquier niño me
produce una ternura gigante. Mi sección favorita de las librerías sigue siendo
la de libros infantiles, y paso largos ratos buscando tesoros en papel de
historias inverosímiles delicadamente ilustradas. Cada vez es más común que mis
amigos señalen, sobre la forma en la que interactúo con sus hijos pequeños, que
“es raro que te haya tomado tanta confianza porque en general no es así”,
comentario que más allá de ser cierto o sólo un halago de mis camaradas, me
hincha el ego. Estoy pues en ese tren de mujeres de alrededor de treinta años
moviendo hilos para concebir un humano de dedos y uñas diminutas.
Todo esto es parte de mí, y he logrado disfrutarlo como un
proyecto de vida a quién sabe si corto, mediano o largo plazo. Pues bien, en
esas estaba cuando por casualidad asistí al “evento del día de la madre” del
pueblo donde vivo, un pueblo genérico del sureste mexicano, con su genérico
homenaje a las madres mexicanas. Y bueno, el estar allí escuchando una tras
otra las alabanzas a la madre mexicana es una de las poquísimas cosas que me
han hecho cambiar por un rato mi aspiración de madre por un “creo que estoy
mejor así”. La mayoría de los números eran dirigidos o totalmente realizados
por varones, y en casi todos se mencionó hasta el hartazgo las virtudes de los
sacrificios hechos por las madres, y lo agradecidos que estaban los artistas
por dicho sacrificio que, entre otras cosas, les había permitido estar en el
escenario en ese momento. Se agradecían hasta el cansancio los cuidados
maternos que involucraban angustias, encadenamiento a la rutina, renuncia de
los placeres y sobre todo el hecho, voluntario o no, de haber parido a tales
hombres de talentos notables.
Uno de los comentarios de la noche, dicho en forma de verso
por un niño decimero de nueve años, fue que “la madre es un esquema”, y me
queda claro que está en lo cierto. Pues bien, es un esquema que así planteado
no quiero ser. Si quiero un hijo es porque sé sobre los muchos placeres de la
vida: el viajar desde la ciudad hasta la orilla del mar para admirar el cielo
plagado de estrellas, el descubrir un sabor completamente nuevo que sea el
comienzo de una historia memorable, el observar las increíbles consecuencias de
una idea sencilla. Porque a pesar de todos los pesares la vida es tan
maravillosa, tan llena de sorpresas, porque la capacidad de amar supera a
cualquiera, por eso quiero compartir el mundo, por eso quiero mostrarlo y
admirarlo reflejado en unos ojos pequeños. ¿Cómo demonios haría eso sumida en
un letargo de rutina, renuncia y abnegación? ¿Qué sentido tendría anular mi
actuar para descargar mis ambiciones en alguien cuyos anhelos desconozco? ¿Por
qué querría que un ser amado estuviera obsesionado con mi sazón, incapaz de
apreciar otras delicias?
No sé si llegaré a ser la madre que ahora imagino ser, pero
sé quien soy ahora, una mujer capaz de pensar, de aprender, de soñar y de
crear. Y sé porque lo veo cuál es la situación actual de quienes son mamás, y a
quienes la camisa de fuerza que es el “esquema de la madre” han atado a una
vida, efectivamente, de renuncias, sacrificios y angustias. Quiero pues,
construir un mundo de mujeres libres, realizadas, plenas. Donde se reconozca la
importancia del trabajo de cuidados y la responsabilidad de la sociedad entera
por el bienestar de sus niños. Donde no se exija de aquella “que nos trae al
mundo” la satisfacción entera de nuestras necesidades a costa de su humanidad,
sin tan siquiera ofrecerle las herramientas necesarias para tal empresa. Donde el concebir no sea un contrato de trabajos forzados y el ser madre sea uno más
en los placeres en la vida de las mujeres, y no la definición de su ser. Un
mundo sin que sea un orgullo el enunciar los sacrificios que otra persona está
condenada a hacer para sostenernos a nosotros. En palabras de Simone de Beauvoir:
“…la mujer que posea la vida personal más rica será la que más dé al hijo y la que menos le pida; la mujer que adquiera en el esfuerzo y la lucha el conocimiento de los verdaderos valores humanos será la mejor educadora.”
Un mundo donde todos los días
cualquiera tenga la capacidad de sorprenderse por mérito propio, de
enorgullecerse de sí misma y de disfrutar de su vida.
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